La elección de nuestros actos

Liderazgo, «El Don De Servicio»
Un verdadero líder no es simplemente quien ocupa un cargo o comanda a otros, sino quien, ante todo, se convierte en un hábil y consciente elector. Liderar es, en esencia, un acto constante de elección: discernir, valorar y asumir decisiones con lucidez, antes de traducirlas en acciones concretas. La grandeza de un líder se mide por su capacidad de elegir con integridad, más que por la cantidad de decisiones que toma.
Pensemos, por ejemplo, en la figura de la madre Teresa de Calcuta, cuyo compromiso con los más pobres y vulnerables fue constante, incansable, amoroso. ¿Significa esto que ella es intrínsecamente más espiritual que nuestros propios padres, que quizá solo cuidaron de otros en momentos puntuales? No necesariamente. La espiritualidad no se mide en absolutos, sino en intención, contexto y continuidad. No es la frecuencia lo que consagra el acto, sino la conciencia con la que se realiza. Teresa eligió consagrarse al servicio como propósito de vida. Otros lo hacen en momentos de necesidad. Ambos caminos, si se recorren con amor y entrega, son expresiones genuinas del espíritu humano.
La fenomenología existencial, esa corriente que observa al ser humano en su devenir más profundo, sostiene que «el hombre es lo que hace de sí mismo». Cada gesto, cada decisión, esculpe nuestro ser. Lo expresó también Amado Nervo: «El hombre es el arquitecto de su propio destino». Tenemos, entonces, una inmensa libertad y una responsabilidad igual de inmensa: la de elegir qué tipo de seres humanos queremos ser. Y es en esa elección cotidiana —a menudo silenciosa y desapercibida— donde se juega lo más sagrado de nuestra existencia.
El libre albedrío, presente en las grandes tradiciones espirituales del mundo, no es sólo la capacidad de escoger, sino de hacerlo con responsabilidad ética y con conciencia del impacto que nuestras decisiones pueden tener, tanto en nuestra vida como en la de los demás.
Pensemos en algo tan cotidiano como una madre o un padre que, en medio de la noche, decide velar a su hijo enfermo, postergando el descanso y renunciando al confort. Frente a ellos, otros pueden elegir delegar o retirarse al sueño, dejando esa tarea —íntimamente vinculada al amor— en manos ajenas. Esta escena, simple y frecuente, revela con claridad que el liderazgo y la espiritualidad no pertenecen exclusivamente al ámbito público o institucional, sino que se manifiestan con fuerza en lo privado, en lo íntimo, en los pequeños actos donde la vida misma se revela.
¿Podemos llamar «hogar» a un lugar donde el amor no se traduce en presencia, en cuidado, en servicio? El hogar no es solo un espacio físico, sino un campo de elecciones afectivas. Y allí también se da el liderazgo: en elegir amar, proteger, cuidar. Esa elección transforma lo cotidiano en sagrado.
Cada acto humano, cuando es realizado desde el amor, se convierte en un canal de transformación espiritual. Incluso los más modestos —una palabra de aliento, una ayuda ofrecida, una escucha atenta— pueden resonar más allá del momento y del espacio en que fueron ofrecidos. Una sola acción luminosa puede proyectarse hacia el mundo entero.
El mundo no es el problema. El problema nace de nuestras relaciones fracturadas, de la desconexión entre lo que pensamos, lo que sentimos y lo que hacemos con los otros. Y cuando esta ruptura se multiplica en millones de pequeños vínculos deteriorados, lo individual se convierte en lo global. Por eso, cada decisión personal tiene un eco universal. Ser conscientes de ello es el primer paso hacia un liderazgo auténtico, aquel que nace del alma y se manifiesta en el servicio.